Dudaba en utilizar un término tan usado y marchitado, pero
no he encontrado nada mejor. Acabo de terminar el último capítulo de mi cuarta
novela, que mi amigo Albert Gallinsoga calificará como “obra menor”. Ignoro el
destino de la misma y por el momento, como hice con la tercera, participará en
un concurso convocado por una editorial, que me parece la única posibilidad de
que esos señores las lean.
Al margen de los resultados, ya disfruto de los beneficios.
Estoy pasando por un mal trago y me había quedado atascado en un proyecto de
novela, que tengo muy claro, pero que no podía plasmar. Llegué a temer que se
había apagado mi voz sin siquiera haber sido escuchada.
Bajé el listón, tenía que curar mi autoestima. Empecé, a
trompicones a principios de este mes cuando la fecha tope de presentación es el
próximo 20. Llegué a temer que no lo lograría, pero mis amigos Isabel Campo
Viejo y José Carlos Valverde Sánchez me han dado más de un empujoncito.
Supongo que yo, también he puesto de mi parte. Lo he logrado
y no solamente he descubierto que aún tengo voz, sino que tengo la impresión de
haber adquirido nuevas miradas, matices y colores.
Julen parece, por su parte, haberse rehecho de la barbarie
de la ejecución sumarísima de Excálibur, digo yo que será porque en otros
territorios parecen haber sido más civilizados y de momento, no parece tener en
cuenta que, por primera vez, él o sus
padres no aparecen en una de mis novelas. En ésta, la acción transcurre en un
lugar en el que, bajo ningún pretexto dejan entrar perros. Se equivocan.
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