martes, 20 de junio de 2017

Nuestra cita cotidiana

Venezuela  y yo
También yo fui objeto de engaño en mi primera visita a Venezuela. Estaba invitado cada año a participar en un congreso en Buenos Aires sobre “Teatro latinoamericano y argentino”, en el teatro Cervantes.
Se celebraba en agosto y me venía muy bien, porque se trata del único mes en que los profesores universitarios españoles podemos viajar sin necesidad de pedir permiso.
Aquel año, mi amigo desde que éramos estudiantes en la Universidad de Lille, Christian Tourbez, se ofreció a acompañarme, pero quería que aprovecháramos el viaje para tener una visión de América Latina. No era mala idea y encontramos una oferta con itinerario sugerente: La Habana, Cancún, Río, Caracas y Buenos Aires.
El precio era un poco caro y las estancias cortas, pero nos parecía una vista preliminar y no podíamos ofrecernos mucho más.
El vicerrector del alumnado, mi gran amigo Mariano Chirivella, se ofreció a ayudarme para organizar nuestra estancia en Caracas; tenía una asistenta venezolana en el máster de Turismo, del que él era  fundador y entonces director.
El novio de la señora se dedicaba a ocuparse de turistas como nosotros y yo me contenté con explicar que nuestro presupuesto andaba muy justo. Conocía a la señora, habíamos sido compañeros en el máster que cursé hasta que me sentí apremiado. Mi director de tesis me había dado el ultimátum para presentarla y defenderla. En caso contrario tendría que esperar un año para hacerlo; él pasaría ese periodo en Italia.
Tengo por costumbre dejar libertad a l@s que contrato, siempre que haya confianza y tenga certeza de que todo está claro. Era el caso.
Me equivocaba, confiaba; lo pagamos muy caro y nos sentimos apresados por nuestro guía. ¡Se nos hicieron eternos nuestros tres días en Caracas!, caímos en todas las trampas que cuenta Iris y tuvimos que recurrir a préstamos para pagarlo.
Pelillos a la mar. El incidente no ha sido revulsivo para otros viajes a Venezuela. He vuelto varias veces, en el marco del desarrollo local limpio, solidario e identitario.
Me referiré a uno de ellos. Aproveché las vacaciones de Semana Santa para visitar a dos de los integrantes del equipo formado en el Grupo de Estudios Comparados Euroafricanos y Euro latinoamericanos; soy fundador y presidente del mismo. Carecemos de subvenciones y tenía que aprovechar buenas tarifas que pudiera  pagar sin endeudarme. La visita a los dos colaboradores había sido decidida porque hay que aprovechar las inversiones.
Uno de ellos reside en Maracaibo, el otro en Calabozo. Tomé billete Las Palmas/Caracas/Maracaibo/Caracas/Madrid. Dejé pendiente lo de Calabozo, entre otras razones porque no había recibido confirmación del colega.
Mi estancia en mi primer destino fue espléndida. Había reservado habitación en un motel que se encontraba en un pueblecito cercano a la capital.
No servían el desayuno hasta las nueve y yo, cuando estoy en Latinoamérica, me levanto muy temprano, como creo que hace casi todo el mundo. Me ponía a pasear, recogía mangas caídas de los árboles por maduras. ¡Qué delicia! Veía aborígenes que se encaminaban a algún sitio. Seguí espontáneamente el movimiento. Se dirigían a una pequeña tienda. Entré. L@s clientes preguntaban, con inquietud, los precios. Después contaban, con miedo, los montones de billetes que llevaban. Había gran inflación en Venezuela y aún no se había puesto en marcha el bolivarismo.
Sentí pena cuando vi que l@s pobres clientes tenían que reducir su lista de compra y que minimizar las cantidades que compraban.
-         ¿Qué se le ofrece?
Sonreía el tendero. Yo no sabía dónde meterme. Tenía que contestar:
-         Un trozo de queso tierno…
-         Usted está alojado en el motel ¿Me equivoco?
-         No
-         Entonces no le han servido el desayuno. Yo no sirvo café, pero lo tengo para mí. ¿Le apetece compartirlo?
Es el mejor café que he tomado, Iris no sabe lo que se pierde.
Cuando me dispuse a pagar solamente me cobró el queso, también una delicia. Me había tomado tres cafés.
-         ¿Y los cafés?
-         Es mi regalo. Le he explicado que no lo tengo en venta.
-         En ese caso no podré volver a degustarlo.
-         Espero que no cumpla su amenaza. Aquí todos apreciamos su compañía y en esta tierra hay que tomar buen café.
Acepté la invitación; la necesitaba. Acerté y la decisión fue buena para tod@s. Compré lo que client@s y tendero tenían en venta. Aún conservo algunos objetos que guardo como oro en paño y disfruté de desayunos y de compañía que no hubiera podido imaginar.
El jueves embarqué para Caracas. Aún no había recibido la confirmación del colega que me disponía a visitar en Calabozo, pero los billetes tenían fecha. Descartaba  la perspectiva de quedarme en Caracas hasta la fecha de regreso a Las Palmas.
No se trataba de rencor. Pesaba más la contrariedad. Las reuniones con el colega de Maracaibo habían sido muy fructíferas y me habían abierto el apetito.
A mi llegada a Caracas tenía una respuesta de Calabozo y se me sugería tomar un vuelo al aeropuerto más cercano. No recuerdo el nombre. Nadie me había advertido que Venezuela se paraliza a partir del Jueves Santo y así era: no había vuelos o autobuses. Estaba lamentándolo en mi rincón. Alguien se propuso para ayudarme.
-         Hay autobuses que circulan. Le da tiempo a embarcarse en uno que le acercará a Apure. Desde allí encontrará combinación para llegar a su destino. No son muy seguros o legales. Usted no me da la impresión de asustarse por eso. Yo le llevo a la estación de esos autobuses si gusta.
Me llevó. Se negó a aceptar pago alguno.
-         Es mi buena acción del día; soy yo el agradecido.
El autobús no inspiraba confianza pero me sentí como en la pequeña tienda donde había tomado mi desayuno los días precedentes. Era como en “Aquellos maravillosos años”, cuando l@s español@s no nos considerábamos europe@s. Mis compañer@s de viaje sacaban y compartían sus provisiones para el viaje. Acepté gustoso; tenía hambre y las ofrendas tenían tan buena pinta como las delicias que había degustado en la tiendina.
Entonces no conocía a Iris. Mi costumbre es llevar una maleta de cabina. En este viaje necesitaba una grande y, por supuesto, el ordenador, que es una extensión de mi yo.
No sentía inquietud cuando bajaba del autobús para fumar un cigarrillo; había paradas frecuentes y gente que subía y bajaba, ninguna inquietud. Me sentía arropado por l@s que se sentaban a mi lado.
Hubiera sido ridículo temer por mis pertenencias cuando el vehículo estaba en precario. No temía por mi vida. Siempre he pensado que las cosas pasan cuando tienen que pasar y aquel no me parecía el momento de morir.
Un predicador sentado en mi entorno me aconsejó.
-         No creo que haya salidas para Calabozo a la hora que lleguemos. Si las hubiera no aconsejo que continúe viaje. Hay un hotel de paso cerca de la parada. Enciérrese en la habitación y espere a que amanezca. La noche es muy peligrosa.
Todo el mundo estaba de acuerdo con el consejo. Se empeñaron en acompañarme al “refugio”; me dieron alimentos para que aguantara hasta el amanecer y para asegurarse de que se me alojara.
Pasé mucho calor. La habitación carecía de ventana. Fue duro esperar hasta que se hiciera la luz, pero bueno, llegué a Calabozo y tengo un recuerdo entrañable del viaje.
Sentí más miedo y rabia cuando ya estaba bajo la protección de mi anfitrión. No es que no sintiera simpatía por éste. Todo lo contrario, le tengo afecto.
Tenía una furgoneta de esas que parecen caras y seguras. Salíamos al amanecer y hacíamos frecuentes paradas para recoger a l@s obreras, entre ell@s había niñ@s. Viajaban apiñados en la trasera, solamente cabíamos tres en la cabina. Pese a todo, circulábamos a excesiva velocidad que requería frenazos que maltrataban a l@s que viajaban a la intemperie.
Francamente me impactó la impunidad con la que podían cometerse tales tropelías. Eso no es todo. El colega, que pretendía ser activista del desarrollo local limpio, solidario e identitario era uno de los propietarios de grandes arrozales.
Los niñ@s iban delante de la cosechadora, a muy poca distancia, para cazar las ratas y evitar que estas destrozaran los motores. También vi aviones que fumigaban los arrozales que habían sido cosechados, sin respeto alguno por las tierras colindantes.
Debería haberme informado mejor sobre nuestros colaboradores. No me siento culpable, como he indicado, no había presupuesto y nuestr@s colaborador@s solamente formaban parte de la red cuando habíamos comprobado.
Vi y escuché muchas más cosas que me inquietaban. Un par de ejemplos:
Estábamos sentados en la terraza de un restaurante cuando vimos que salía líquido de un coche que acababa de parar. Era meada; lo comprendimos cuando salió el conductor y nos explicó que acababa de atropellar a un pobre hombre. Respondió afirmativamente a las preguntas sobre si la víctima vivía aún. A mi sorpresa se le aconsejó regresar y terminar la faena: “es más barato el entierro que la hospitalización”, argumentaban todos.
Pese a todo, compartimos el jamón y el vino que había traído con los obrer@s y en todo momento había excelentes relaciones. Yo hablaba mucho con ell@s; me sentía arropado y disfruté mucho de su compañía. Mi anfitrión aceptó mi preferencia, y estoy convencido que la suya y ya no tenía que soportar los restaurantes. Comíamos las delicias que llevaban nuestr@s compañer@s. Era otro mundo.

Mi anfitrión comprendió mi negativa a integrarle en el grupo, pero sentíamos y sentimos mutua simpatía, pese a las desavenencias. Pensé y sigo pensando que era y es víctima del “sueño americano”; de hecho su padre le había enviado a USA para hacer sus estudios. Pensaba obrar bien, él había emigrado, por hambre, de Galicia y con su trabajo; no cometía los atropellos de su hijo, había conseguido reunir dinero para dar la mejor educación a sus hij@s.

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