Saber mezclar
Hay que saber mezclar
ajos y sueños. Siembra ajos y alfalfa si quieres abonar tus tierras.
Ayer hablé un buen
rato con la abuela de mi frutera. La pobre mujer estaba agotada y luchando por
calmar su impaciencia. Sus huesos no le permiten estar mucho de pie y se había
sentado sobre cajas vacías de fruta que le había preparado su nieta. Hacía ya
más de una hora que esperaba que su hijo viniera para llevarla, en su coche, a
la aldea en que viven.
Había atraído a un
pequeño grupo de mujeres y el tema del corrillo era el quejido del calor.
Me metí sin que nadie
me diera vela para el entierro:
-
¡Qué podrían decir los de Andalucía o en las tierras tropicales!
-
Distribuyen el tiempo de otra manera.
Respondía la
charcutera, su marido es cordobés y comparte la tierra de éste.
-
Cierto, pero aquí el horario está fijado.
Dijo, con calma, la aldeana.
La puntualización fue
el comienzo de la conversación que me dio vela para el entierro.
Trajo mis recuerdos de
la trilla, la siega, la matanza, los largos inviernos bloqueados por la nieve
que he vivido, aunque como veraneante. Mis hermanos y yo intentábamos ayudar en
la trilla, que tenía que hacerse cuando calentaba el sol y el trigo estaba
suficientemente seco. Eran horas y horas hasta que se guardaban los sacos de
grano y la paja. Había una pequeña distancia entre la era y la casa, pajar,
cuadra. Todo en minúsculo. Eran pobres.
Éramos niños
“voluntarios” y por tanto no se nos cargaba con los sacos de grano y aún menos
con el almacenamiento de la paja.
Una vez entré para
verlo. Tuve que salir porque me asfixiaba por las partículas que desprendían lo
almacenado y lo que se metía; por el calor; por la falta de espacio y de aire.
Aquí encontramos
nuestro tema de conversación los dos viejos y el corrillo se esfumó.
Mi contertulia no
mostraba su impaciencia; mencionó en una o dos ocasiones la extrañeza por la
tardanza de su hijo y llegó a confesarme que echaba en falta el aire de su
aldea.
Por supuesto que esta
señora utiliza el ajo. No me lo ha comentado pero deja entender que usa los
suyos, trenzados y colgados en la pared de su granero. No creo que tenga hórreo.
Hablamos de aquellos
tiempos y de aquellos sabores. Tras la trilla se nos invitaba a chorizo,
panceta o jamón; guardados como oro en paño para la ocasión, de la única
matanza que podían permitirse en el año. ¡Qué rico estaba acompañado del pan negro
elaborado por ellos mismos, con aquel trigo montuno del que se habían
conseguido solamente seis o siete sacos en la trilla del día. No se hacían
muchas trillas. No había mucho de qué y los días soleados tampoco eran tantos.
Era su pan para todo
el año. La paja y los excrementos; el abono, y el salvado, los marcadores de los
animales que podía alimentar.
Recordamos con
nostalgia aquellos sabores y a mi gran sorpresa, mi nueva comadre me anunció:
-
Nosotros seguimos alimentándonos de lo nuestro. Ya no
criamos “gocho”, pero conocemos quienes lo hacen y nos los venden para la matanza.
Huelo al ajo de los
chorizos. Sé que no volveré a catarlos. ¿Por qué renunciar? Siquiera lo he
intentado. Me he quedado en Villaviciosa y no he explorado las aldeas.
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