lunes, 12 de marzo de 2018

Nuestra cita cotidiana


La tía Eugenia
Tuve que esperar diez días hasta que mi padre nos llevó a Putxeta. Sabía de sobra que no podía hacer las preguntas que me quemaban. Solamente se podían expresar las opiniones de Mertxe y cuidado con las preguntas. Lo había comprendido desde mi más tierna infancia.
Desde nuestra llegada a casa de las tías me dediqué a colocar troncos cerca de la lumbre. La tía Eugenia nos preparaba un chocolate que acompañaría a una tarta de manzana que se anunciaba deliciosa. A base de vueltas y vueltas,  el líquido tomaba cuerpo. Los pucheros y cazuelas eran de barro. Los demás utensilios de cocina, de madera. En nuestra casa no era el caso. La cocina era de carbón y había  otra distribución del tiempo y del espacio. Aunque mi madre era una excelente cocinera, el gusto no era el mismo.
Casi todo lo que se consumía en Putxeta era de producción propia y se conseguía la leña por tenaz  recogida de ramas muertas o debilitadas, de las podas, de los cortes de ramas débiles o que estorbaban. Sembraban sus verduras y legumbres, tenían una vaca, cuatro ovejas, dos cerdas, veinte gallinas…
La tía Eugenia y yo hablábamos de esas cosas hasta que las voces de l@s otr@s silenciaron las nuestras.
—Cuéntame cómo aprendiste a leer y a escribir.
Mi interlocutora premió mi iniciativa con una sonrisa pausada que dejaba ver sus ansias de sacarme del infierno de mis dudas.
—Yo era muy torpe y no aprendí cuando tocaba. No es que lo lamentara, pero, me quedaba un gusanillo. ¡Harto había que hacer en casa!
— ¿No te apetecía leer?
—Solamente teníamos en casa los periódicos que leían mi padre y hermanos. Cuando escuchaba sus conversaciones sobre esos papeles,  no encontraba interés alguno. Eso sí, servían para muchas cosas en la casa.
— ¿Y?
¿Me había precipitado? Poco tardaba para servir el chocolate. Tendría, entonces, que sentarme en la mesa con la compañía. No podía irme sin saber más…
_Era el día de mi quince cumpleaños. El cura organizaba, de vez en cuando, excursiones a Bilbao. Ese fue mi premio.
Sin más, se dispuso a llevar el pastel y el chocolate a las bocas que alimentaba. No me dio tiempo a, siquiera, intentar ayudarla. Difícil imaginar tal agilidad en la pura chepa que era su cuerpo. Yo apenas me había levantado cuando ya ella tenía los manjares en sus manos. Me dispuse a ocupar la silla que se me había acordado. La tía Eugenia tenía otros proyectos.
— ¿No te gusta mi compañía?
Tampoco me dio tiempo a responder.
—Lo tuyo y lo mío nos espera allí.
No hizo falta que señalara el lugar. Había complicidad.
—Al regreso me encontré en el mismo vagón a Dolores. Estaba  muy triste. Quería compartir su tristeza, como hacíamos en nuestra infancia y ella necesitaba un hombro amigo.
Así, con susurros y entre trajines, supe  del golpe que recibió Dolores cuando tuvo que abandonar su sueño de ser maestra. No podía pagarse los gastos de viajes, libros y matrícula y acababa de enterarse de que habían rechazado su petición de beca.
— ¿No tenía buenas notas?
Pregunté convencido de haber encontrado la explicación.
—Las mejores. Era público. También lo era que su padre, carecía de progenitores, se le dio el apellido del lugar de nacimiento, y luego estaba el carlismo. Esta familia no aceptaba otro rey que Carlos, el hermano del difunto rey y se impuso Isabel II.
Bajó más la voz, por si escucharan las abundantes moscas.
—María Cristina de Borbón, la cuarta esposa de Fernando VII, se las arregló para quedarse embarazada cuando el rey estaba decrépito, ya ves, no lo habían logrado las anteriores cuando estaba sano…
Me pesaba el silencio a pesar del cariño que ponía para mantener el fuego con el mínimo consumo.
—No debería hablarte de estas cosas…
Su rostro no mostraba culpabilidad alguna.
—Merche dijo que Dolores es una puta. Calla, como callan los que insultan a la comunista, que la reina regente presidía los Consejos de Estado embarazada, pese a su viudedad y que Isabel II tuvo que abandonar España por su mala conducta.
— ¿Te lo contó Dolores?
—En estas tierras tod@ éramos carlistas…
 Se limpió la nariz con uno de los trozos de periódico que reservaba para hacer lumbre. Esos ojos tan hundidos que yo antes no veía, me llamaban a gritos.
—Dolores me lo explicó, no las trataba de putas, sino de irresponsables marionetas del liberalismo que nos despojó de nuestras minas.
— ¿Era ya comunista?
—El Partido Comunista no existía entonces, había socialistas; esos mineros que luchaban para recuperar lo nuestro.
Todo lo que me contaba la tía era extraño para mí. El mensaje de mi interlocutora no cayó en saco roto, no. Incluso creo que comprendía, aunque con muchas lagunas.
—Dolores era católica entonces, se hizo socialista poco después de su matrimonio  con Julián Ruiz.
Me encontraba un poco perdido, mi informadora se sintió obligada a aclarar.
—Dolores nunca ha sido mojigata, veía en Cristo un líder que defendía los Derechos Humanos. Me enseñó a leer y a escoger lo que leía. Ella no consideraba que Voltaire fuera un hereje…Tenías que haberla visto cuando leíamos El Emilio de Rousseau. ¡Qué buena maestra hubiera sido!
— ¡Nos vamos!
Era mi padre ¿Cuánto tiempo tendría que esperar para enterarme de la continuación de una historia que empezaba a apasionarme?

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